Si a Roma llegan
todos los caminos, entonces a ti ninguno. Porque eres como una ciudad
prohibida, imperial, mística, coronada por el palacio de la Suprema Armonía. Pero
a mí, en cambio, todos: que soy como el Coloso, de reluciente y débil bronce,
una imponente maravilla arcaica por la que han pasado bajo sus piernas incontables
fenicios y helenos.
Si no hay
salvación posible para los hombres honrados fuera de París, entonces tú debes
ser el espíritu de Nuestra Señora. Porque en virtudes ascéticas sepultas cada
pasión peregrina que te acomete, igual que bajo un azote de llamas la Santa del
Río castigó ingleses. Pero a mí, en cambio, que me lleven al otro confín: que
soy como el joli de Udaipur, que arranco en una hoguera de sentimientos mil
colores de vicio sanadores al viento.
Si por los ríos de
Granada solo reman los suspiros, entonces a ti que te sepulten bajo sus aguas.
Porque eres como un silencioso templo en lo secreto de la montaña más helada, un
santuario de simiescos guardianes que oculta la belleza de un mándala nepalí.
Pero a mí, en cambio, que me eleven sobre las corrientes: que soy como el dogo
arrojando un anillo al mar para consagrar un carnaval de colores, un carnaval
de alegría, un carnaval de traiciones, un carnaval de vientre, trasgresión e
inversión.
Y luego silencio:
Pazuzu en el cielo.
Odoacro llama a tu
puerta.
Ábrelo o arde.
Porque yo… creo en
ti.
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