Azul vive cuando cae la noche, cuando ya no canta el
mirlo, cuando no miran los padres, cuando un enamorado se suicida en la
imposibilidad de sus caderas. Azul vive si tú estás estrangulando tu orgullo
por sus chiquillos anhelos, si es capaz de arrastrarte hasta la otra punta de
la ciudad cuando te escribe en la madrugada, si es capaz de robarte el aliento
un segundo mientras contemplas su tonta pero calculada manera de desvestirse.
Azul vive donde los travestis lo invitan a chupitos de electro-estima, donde lo
abrazan muy fuerte entre mantas mirando una película antigua de cine francés,
donde lo comparten y lo atan y lo pegan y lo rompen y lo llenan, sobre todo de
vacío, de asco, de dolor. Y el resto del tiempo… no vive, solo sueña.
Azul ha sido la almohada de muchos con su cuerpo de
niño, la intrigante mirada de pocos con su espíritu de fiera. Ha bebido del
pecho de quienes lo han adorado como a una divinidad amerindia, pero ha gozado
más del sabor de quienes lo han humillado, de quienes lo han usado de inconsciente
muñeco. Y es que, como dice alguna canción, Azul no conoce lo que es el amor,
solo conoce lo que es el querer. Y es que, como dice alguna otra, Azul es
alguien que te abraza muy fuerte, Azul es alguien que te hiere muy hondo.
Azul no es persona, es color, es idea, es un beso.
Azul es una innecesaria batalla, un cálido mordisco invernal, una cosmogonía
insaciable, el mejor de tus engaños y la más triste de tus carencias. Azul es
una fría compañía, un recurrente morbo, una inspiración personal.
Azul es estar muy vivo, ser muy dañado, ser muy usado.