Templanza.
Templanza para esta víbora: venenosa, elegante, alejada, que se presenta con
sus anillos e hipnóticos tintes como un buen amigo de los que te traicionan.
Templanza para este artista sin musa, para este peregrino errante que ha dejado
su bastón posado en el marco de una vida responsable, para este hombre de fe
que ha abrazado a su prójimo. Templanza para este conquistador de costas
latinas, para este triste hombre de indecentes propuestas cargadas de desamor,
inmadurez, y un mágico primitivismo. Templanza. Una oración de los muertos por
sus supervivientes, sobre todo por los que esperanzan, por los que alegran a un
kamikaze emocional o contienen a un trader
de primeros amores.
Sobre todo por los
poetas, por los filósofos, por los reyes del sábado noche… A los que se
preguntan: ¿qué es la vida? A los que responden: palabras, una ilusión, y
palabras. Así que arráncame el alma a besos suaves, tímidos. Así que otra vez
el viento que sonríe, que es Pazuzu. Así que este mártir que ya no escribe a
sus putas ni a sus desventuras, sino a los conceptos, a la matemática profana,
al orden esquizofrénico. Así que a la mierda la templanza, a la mierda la
serenidad, y a la mierda los perros.
¡Qué Valdés me
bendiga con una vida de gata, con un no levantarme, con una fría noche eterna y
hermosa! Qué renazca el amante inocente de la Madrid infernal; qué vuelva a ser
lo que siempre he sido. Que me entierren con cuatro rosas: blanco, rojo, sangre
y ámbar. Santidad. La esperanza perdida de un glorioso pasado ochentero. Amor,
palpita, convoca un desfile de puños alzados, de gentes odiosas.
Y ya, luego,
templanza…
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